FIN DE LA PRIMARIA Y COMIENZO DE OTRA HISTORIA
Con el delirio de carpetas rotas y papeles planeando en la brisa suave de noviembre, apenas
nos damos cuenta que se termina una etapa de la vida en que se experimentan cosas difíciles de contar y de entender luego del paso inclaudicable del tiempo.
Atrás quedan compañeros inefables, profesores y preceptores que a veces desencajan en el
contexto de la adolescencia. Con aprendizajes, algunos forzados y otros buscados por iniciativa
propia, de materias que no enseñan en ningún colegio.
De los profesores, buenos o malos, siempre queda un recuerdo que se va borroneando de a
poco hasta llegar a idealizarlos como personas comunes y macanudas, con algún que otro defecto
pero todos sobrellevables, menos esa vieja de Matemática que nos mantuvo todo el año en vilo con la promesa de enseñarnos al finalizar las clases el esperado "Teorema de la gallina". La tipa se hizo la graciosa y simpática durante todo el año y en cuanto tenía una oportunidad prometía entre risas exponer dicho teorema, que todos esperábamos con ansiosa curiosidad. Pero resulta que a la tarada se le ocurre enojarse por una pavada el último día de clase, cuando estaba exponiendo la hipótesis e inmediatamente se agarró de esta excusa para suspender de manera tajante la explicación. Nunca más supe en qué consistía el teorema, y la duda me queda hasta ahora. Por eso prefiero a los profesores serios pero honestos y no a los que escudados en una simpatía mentirosa para quedar bien con el alumnado, finalmente muestran la hilacha y se presentan como realmente son, unos hipócritas que sólo enseñan a ser mentirosos y falsos.
No como ese profesor, de Prácticas de Química Inorgánica, que a pesar de que estaba
bastante viejito y fumar como un condenado, sabía perfectamente que le afanábamos los cigarrillos de su delantal siempre colgado en el perchero, pero no decía nada y nos dejaba fumar a escondidas haciendo como que estaba en otra cosa, como corresponde a todo hombre de bien que conoce a fondo la psicología estudiantil.
También pasa a ser historia el inolvidable viaje a Córdoba, con amigos y compañeros con los
que nos prometemos seguir viéndonos pero que después, absorbido por la vida real, se van
evaporando hasta desaparecer y quedar algunos pocos, a veces nada más que porque viven cerca. Ese viaje merece ser recordado en todos sus momentos, pero de todos los delirios y locuras. Se terminan las charlas en la plaza cercana, los bléiseres con un olor a pucho que apestan, los atardeceres eternos en el bar del club donde sentados con otros pibes que intentaban ser creativos nunca pudimos componer una canción entera, más allá de algunas netamente picarescas que luego cantábamos en el buffet e intentábamos enseñar al resto sin éxito.
Como por arte de una magia nefasta no me doy cuenta que mi abuela ya no me va a cocinar
los guisos apurados del mediodía, ni la voy a poder atormentar más con Rakim & Ken a todo volumen, ni mi vieja va a dejar pasar más que sabe que estuve fumando a escondidas pero no dice nada. Y todos esos amores tan pasajeros como olvidados y truncos pasan a ser nada más que recuerdos, y eso que en su momento cada uno fue fundamental.
Al llegar a este momento veo que, como en el teatro, vivimos cosas que nos marcarán para
el inmenso resto de lo que queda de vida, tristezas, alegrías, felicidad, angustia. Pero ahora ya no
importa. Ya pasó.
Después de los festejos cervezales en los jardines de Palermo, el retorno a la puerta de la
escuela para dar el último adiós burlón a un edificio que nos mira irónicamente porque sabe que se termina la fiesta, me despido alegremente de los pocos que quedan todavía cuando ya cae la noche en Buenos Aires y comienza el ansiado viernes. Otro viernes de aventuras deambulando por calles viejas de Ramos o de Flores, intentando una vez más seguir el ritmo de la plástica música pop para aparentar estar a la moda, intentando seguir a Matías en su descarada locura de verano.
Me tomo el último 109, miro por la ventanita y todo sigue igual, indiferente. El Plato Volador
con su submundo amenazante, gente corriendo por todos lados en Lope de Vega y Beiró, otros
colectivos de colores variados, de filetes antológicos que pasan en todas direcciones, ruido de música lejana que seguro sale de la pizzería de la esquina, las luces de mercurio que iluminan a medias, paso la General Paz y se desvanece el bullicio para dar lugar a otro tipo de inquietud, la sombreada animosidad del suburbio, del Gran Buenos Aires con baches pronunciados en la Avenida Alvear, rápida y peligrosa, sobre todo de noche. Paso la cancha de golf, lugar de históricas gestas deportivas, la escuela de mi primaria, Dr.Dalmacio Velez Sarsfield, que sigue ahí y que después de mucho tiempo me doy cuenta que todavía existe, no sé porqué me doy cuenta justo ahora, paso la placita oscura con hamacas rotas y abandonadas y se acerca mi parada, un par de cuadras antes me levanto del asiento y me paro frente a la puerta trasera, toco el timbre, se abre la puerta y me largo a la calle con lo que queda de mis libros y la corbata en la mano, al bajar veo que el 109 me hace un guiñe con la lucecita de la derecha, no sé si porque va a doblar o a manera de despedida, porque sabe que es la última vez que me va a ver con el bléiser que ya se muere, llego a casa, no veo a la concheta en la vereda de enfrente, sí a mi abuela que me espera por última vez en la puerta, entro y mi mamá me cuelga por última vez el bléiser en el ropero, el atado de Marlboro está en el bolsillo interior. Pareciera que ya soy grande, pero la vida recién empieza..
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